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Yakuza

Como en todo, en medicina también se pueden pueden tomar decisiones más o menos arriesgadas.

El otro día pasaba por la sala de tallado de muestras cuando ví la mano y parte de la extremidad de un perro encima de la mesa. Lo habitual allí es ver biopsias pero no extremidades y, aunque de vez en cuando recibimos algún miembro amputado, éste llamaba especialmente la atención porque parecía estar sano. Le faltaba sólo un dedo. Imaginé que debía tener algún estudio anterior respecto a ese dedo menguante y por curiosidad lo comprobé en el ordenador. Así era, pero la sorpresa fue cuando leí el diagnóstico histopatológico: “Adenocarcinoma apocrino con márgenes de resección libres de neoplasia”. El tumor, que había aparecido en un dígito de esa mano, no sólo había sido ya extirpado de forma completa sino que además se trataba de una neoplasia que si bien es maligna tiene escasa tendencia a metastatizar. Aún así, tras el diagnóstico el veterinario había tomado la decisión de amputar gran parte de la extremidad. Amputar la mano fue quizás un exceso de prudencia, sin riesgos y por descontado muy efectivo. Y me acordé de Messow.

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El instituto de patología donde trabajaba hace ya años estaba dirigido por seis catedráticos cada uno de los cuales era responsable de varios doctorandos. Messow era uno de estos seis profesores pero a diferencia del resto él sólo tenía un doctorando porque a su edad, ya emérito, estaba jubilado. Era un tipo bonachón, taciturno, de escasa estatura. La antítesis de un profesor alemán. Y por un rasgo físico a veces era la comidilla en la pausa del café de los doctorandos: le faltaba el pulgar completo de la mano izquierda. Hacíamos comentarios y apuestas sobre el origen de este rasgo hasta que, un día, un compañero averigüó la explicación.

Messow había empezado su carrera como patólogo veterinario tras la segunda guerra mundial. En esa época, la enfermedad de la rabia representaba un riesgo importante en Alemania especialmente para profesiones como la de patólogo veterinario, pero los riesgos que conllevaba la vacuna basada en tejido nervioso hacía que algunos profesionales optaran por asumir el riesgo de no vacunarse (muchas personas vacunadas de la rabia en esa época desarrollaron lesiones neuroparalíticas producidas por la misma vacunación). Un día que Messow estaba de guardia de necropsias llegó el cadáver de una oveja con sospecha de rabia. Cuando estaba practicando la necropsia, se hizo un corte en el pulgar y, sin saber si el animal estaba realmente infectado por el virus de la rabia pero considerando el riesgo al no estar vacunado, puso la mano encima de la mesa y al más puro estilo Yakuza se amputó el dedo con otro cuchillo limpio. Quizás pecó de prudente al igual que el veterinario que amputó la mano del perro con un tumor de escaso poder metastático. Pero malignizar, contemplar lo peor, siempre es la opción menos arriesgada.

Cuando diagnosticamos neoplasias, el patólogo se enfrenta muchas veces al dilema de considerar el tumor como benigno o como maligno. Ya hemos explicado en este blog que la distición entre un tumor beningo y uno maligno (p.e. adenoma vs carcinoma) a menudo es arbitraria ya que la mayoría de neoplasias no son estrictamente malignas o estrictamente benignas. Tienden a ser beningnas o tienden a ser malignas, con un espectro muy amplio de comportamientos intermedios difíciles de pronosticar. Ahora bien, puesto que el clínico espera por nuestra parte una respuesta firme para tener un pronóstico y un tratamiento, estamos forzados a ponerle un adjetivo al tumor: benigno o maligno. Y aquí entra el componente personal del patólogo. Algunos patólogos tienden a malignizar y otros a benignizar. Malignizando no te arriesgas. Puede que le amputen la extremidad al animal, pero si no se hace y muere habrás acertado en el diagnóstico y en caso contrario todo el mundo estará feliz. Benignizar es más arriesgado. Si te equivocas habrás perdido el cliente. Que un patólogo tienda a una u otra opción es uno más de los matices del diagnóstico.

 

 

 

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